Rusia libra en Siria una nueva batalla en su lucha por mantenerse como gran potencia

Miguel Máiquez, 17/02/2012

¿Qué pasa con Rusia? ¿Por qué se opone sistemáticamente a cualquier actuación firme contra el régimen sirio? Después de haber vetado hace unas semanas una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU contra la represión que está ejerciendo el Gobierno de Damasco, Moscú votó en contra este jueves, junto con Pekín y otros diez países, de una resolución de condena aprobada finalmente por la Asamblea General, en la que se exige al presidente sirio, Bashar al Assad, que cumpla con el plan de transición elaborado por la Liga Árabe, un plan que contempla su salida del poder. Junto con Rusia y China se opusieron también Irán, Bielorrusia, Zimbabue, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Bolivia y, obviamente, la propia Siria.

La postura de Moscú está levantando ampollas en Occidente y numerosos analistas han empezado ya a hablar de una nueva «guerra fría» geopolítica, en la que Rusia estaría tratando de asegurar su influencia en una región donde tiene poco peso real, y ante una ‘primavera árabe’ que está cambiando, con mayor o menor éxito, el ‘status quo’ imperante durante décadas.

Oficialmente, el rechazo de Rusia a las condenas contra Siria se basa en su oposición a «cualquier formato encaminado al reforzamiento de la injerencia externa en un conflicto interno en favor de uno de los bandos enfrentados», según afirmó Alexandr Lukashevich, portavoz de la Cancillería rusa. El diplomático afirmó que «existe una experiencia extremadamente negativa de creación de formatos similares, por ejemplo, en Libia».

Rusia mantiene asimismo que una resolución que contemple la injerencia exterior en el país árabe e imponga la dimisión del líder sirio nunca será aprobada por el Consejo de Seguridad, y acusa a EE UU de querer aplicar en Siria «el guión libio», es decir, sanciones internacionales, embargo aéreo, intervención militar occidental y cambio de régimen.

Pero extraoficialmente existen, además, otras razones lo suficientemente importantes para Moscú como para haber dado un paso que no dio en el caso de Libia, cuando su abstención (y la de China) permitió la intervención militar de la OTAN.

Armas y elecciones

Por un lado, Rusia no quiere perder sus lazos históricos y económicos con Damasco, una relación que se remonta a los tiempos de la Unión Soviética, y que incluye un importante comercio de armas y el uso por parte de Moscú de la base naval siria de Tartus. Según informó la BBC, el 10% de la venta global de armas rusas tiene como destino Siria y se calcula que los actuales contratos tienen un valor de unos 1.500 millones de dólares.

Por otra parte, el Kremlin es consciente de la especial sensibilidad de la población rusa ante políticas que siguen «los dictados de Occidente» y su «doble moral», y también tiene en cuenta el «orgullo histórico» de muchos rusos que, desde la caída de la URSS hace 20 años, se ven habitando una nación empobrecida y poco influyente, tras haber sido una superpotencia mundial durante tres cuartos de siglo.

En este sentido, hay que recordar que Rusia celebrará elecciones el próximo 4 de marzo. No en vano el veto ruso se produjo apenas 24 horas después de que decenas de miles de personas se manifestasen en las principales ciudades del país en contra del primer ministro, Vladimir Putin, quien no es probable que ignore el apoyo electoral que puede suponerle el presentarse como el artífice de una salida negociadaa la crisis siria, gracias a su posición privilegiada en el Consejo de Seguridad.

Por último, Moscú, al igual que Pekín, sabe que es muy posible que cualquier gobierno que se forme tras la caída de Bashar al Assad será más bien prooccidental, por lo que prefiere negociar y conseguir pacificar el país sin llegar a derrocar al presidente.

Asegurar la influencia

Siria, no obstante, es solo una carta más de la baraja, en un tablero en el que Rusia está jugando a varias bandas, con la guerra de Irak concluida, la presencia occidental en Afganistán dando sus últimos coletazos, Irán convertido en el gran enemigo, China presionando por ganar influencia en la zona euroasiática, y Turquía, un miembro de la OTAN, como nuevo gran referente diplomático en Oriente Medio.

No es la primera vez, por otra parte, que Moscú da un golpe en la mesa del unilateralismo occidental. A lo largo de los últimos años, la política dura de Vladimir Putin, y también la fuerza que le otorgan su gas y su petróleo, han logrado devolver a a la política exterior rusa el vigor perdido tras la caída del comunismo.

Los países europeos necesitan sus enormes recursos energéticos, EE UU necesita su apoyo en el Consejo de Seguridad en conflictos como el de Irán y, pese a las críticas, Moscú se ha sentido más o menos libre para defender sus intereses, tanto afianzando y extendiendo sin complejos su poder sobre las débiles repúblicas vecinas (la intervención en Georgia en 2008, por ejemplo), como fortaleciendo sus alianzas tradicionales más allá de sus fronteras, como cuando apoyó a Serbia en contra de la independencia de Kosovo.

Por otro lado, el Kremlin se ha sentido directamente amenazado por la estrategia armamentística de EE UU y sus aliados, con las propuestas de escudos antimisiles en sus zonas de influencia. El hecho de que muchos de estos nuevos países, como Georgia o Ucrania, deseen estrechar lazos con EE UU y Europa, integrándose en la OTAN y en la UE, es visto por Moscú como una pérdida de poder. En 2008, tras la crisis de Georgia y después de los cortes del suministro de gas y petróleo a sus vecinos, fuentes del Gobierno ruso afirmaron que «la nueva Rusia debe llevar a cabo una política internacional de dientes afilados para volver a emerger como potencia mundial».

También en Asia Central Rusia ha hecho valer su influencia, con el fin de asegurarse el control de las grandes exportaciones de gas procedentes de esta zona del mundo. En 2007, el Kremlin pactó con Turkmenistán, Kazajistán y Uzbekistán la construcción de un gran gasoducto bordeando el Mar Caspio. La iniciativa supuso un duro golpe para la UE, que desea reducir su dependencia del gas ruso con la construcción de otro gasoducto desde Turkmenistán hasta Turquía, a través de Azerbaiyán, el Caspio y Georgia.

Un nuevo escenario

Como señala Mauricio Meschoulam, profesor de la Universidad Iberoamericana de México y experto en relaciones internacionales, «el Kremlin ha venido tomando cuidadosa nota de las señales de debilidad estratégica que ha ido exhibiendo Estados Unidos a lo largo de los últimos años», y sabe que «la agobiante deuda y el insoportable déficit fiscal han impactado en la postura geopolítica de la superpotencia».

En este contexto, el Pentágono está inmerso en un proceso de retirada de tropas del exterior, que puede implicar el desmantelamiento de bases militares o, en cualquier caso, una menor presencia de Washington en zonas que eran consideradas estratégicamente importantes. «Rusia ‑añade Meschoulam- ha decidido sacar ventaja de esta serie de movimientos actuando conforme a sus propios objetivos en este nuevo entorno».

De momento, la crisis de Siria ha provocado el peor choque diplomático entre Washington y Moscú desde que Barack Obama está en la presidencia, y parece haber dañado seriamente unas relaciones que, hasta ahora, se basaban en actuar lo más coordinadamente posible cuando había intereses compartidos en juego, discrepando de un modo poco explícito en los casos de conflicto, como Irán, el escudo antimisiles o Chechenia.

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