El día en que los muertos juntan a los vivos

Miguel Máiquez, 31/10/2013

El restaurante, apenas un cuartito estrecho y escasamente iluminado, con la cocina al fondo y unas cuantas mesas desangeladas aquí y allá, está como envuelto en brumas. El vapor no se ve, pero emborrona toda la estancia: las fotos desgastadas que cubren cada centímetro de las paredes, las velas rojas temblando en una esquina, los típicos manteles a cuadros blancos y azules, las pequeñas piezas de artesanía que salpican el mostrador, un partido de fútbol lejano en el televisor sin sonido… Toda la escena tiene un algo de panteón romántico, una especie de decadencia. El escenario perfecto, se diría, para hablar de la muerte, si no fuese porque estos vapores son de los que huelen, y porque este olor (están cocinando pupusas, las típicas tortitas de maíz salvadoreñas) es capaz de resucitar al más muerto de los muertos.

«Tamales, riguas, empanadas, yuca frita… En El Salvador, en el Día de los Difuntos, todo el mundo prepara alguna comida especial», explica María, salvadoreña, de 57 años, cocinera y dueña del restaurante, un pedazo de El Salvador situado en una ciudad (Toronto, Canadá) donde estos días es difícil caminar dos pasos sin tropezar con una calabaza de Halloween. «Son tradiciones bien distintas», admite, «aunque lo de las calabazas también es bonito».

Como tantos otros latinoamericanos, María abandonó su país en busca de un futuro mejor en tierras más frías. De eso hace ya muchos años, pero le basta pararse un momento a pensar para que los recuerdos le acudan en tromba: «En San Salvador, cada 2 de noviembre, los cementerios se llenan de gente, no sé, tres mil, cuatro mil personas, de todas las edades, grandes, chicos… Vienen de todas partes… Es lo más importante ese día: las familias se reúnen. Las personas hacen un alto en sus vidas, en la prisa de todos los días, y dejan cualquier cosa que estén haciendo para reunirse y celebrar. Es un día para pararse a recordar a los seres queridos que ya no están, y para estar cerca de los que siguen estando… Los muertos, fíjese, juntan a los vivos».

Decía Edgar Allan Poe, alguien que supo como nadie incorporar el terror de la muerte a sus magistrales relatos, que «a la muerte se la mira de frente con valor y después se le invita a una copa». Pocos son los mortales, sin embargo, que son capaces de enfrentarla cara a cara y, menos aún, de invitarla a la mesa, especialmente en Occidente, donde la misma idea de la mortalidad (la más universal e incuestionable verdad de las condiciones humanas), suele relegarse, como la enfermedad o la vejez, al territorio de lo invisible.

Pero la muerte, misteriosa y tenaz, no se resigna al olvido y, al menos durante un par de días, reclama cada año su lugar en las tradiciones ancestrales (religiosas, paganas o mezcla de ambas) de la mayoría de las culturas. Es el momento de recordar a los difuntos y de ser conscientes, a través de su recuerdo, de que algún día todos estaremos en el otro lado, si es que lo hay. En los países de poso católico y latino, es el Día de los Muertos, el Día de Difuntos; en los anglosajones, la noche de Halloween… Agrupadas en torno al final de octubre y el principio de noviembre, estas fechas nos avisan, también, de la realidad ya incuestionable de un invierno cada vez más cercano, de la muerte, hasta la próxima primavera, de la propia Naturaleza.

«Se trata de abrazar los ciclos naturales, de integrarse mejor en la vida haciendo presentes a los muertos», explica Michael Sacco, experto en tradiciones indígenas centroamericanas. «En México esto se entiende como en ningún otro sitio», añade. «El Día de los Muertos es una gran fiesta en todo el país, no es un día para la tristeza, sino para la comunalidad, para la convivencia; los altares, las flores, las máscaras, son como umbrales a través de los cuales los ancestros vuelven a nuestro lado y nos permiten aprender de sus historias, de sus virtudes, de sus errores. Es una oportunidad para el aprendizaje».

Las fiestas en torno al Día de los Muertos están presentes en toda Latinoamérica, pero en ningún lugar son tan espectaculares como en México, donde las tradiciones prehispánicas (mayas, olmecas, mexicas) se entremezclan con los ritos católicos en un ejemplo de sincretismo que ha sido declarado por la Unesco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Como en España, Francia y otros países europeos, los días 1 y 2 de noviembre las familias mexicanas visitan las tumbas de sus difuntos, las limpian, les ponen flores especiales (cempasúchil), encienden velas… Pero la tradición va más allá de los cementerios. Los hogares se llenan de altares repletos de todo tipo de objetos y símbolos: esqueletos y calaveras, bienes que eran especialmente queridos por los difuntos, y hasta sus comidas y bebidas favoritas (amales, buñuelos, café, atole, frijoles, mole, enchiladas y, tal vez recordando el consejo de Poe, mucho alcohol). Los altares dedicados a las ánimas de los niños muertos incluyen juguetes, dulces y hasta los sonajeros que los pequeños no llegaron a utilizar nunca.

Durante el tiempo de la dominación española, los misioneros cristianos trataron de erradicar esta costumbre, pero lo único que consiguieron fue modificarla, y hacerla coincidir con la fiesta religiosa de Todos los Santos. No en vano, el culto a la muerte es uno de los elementos básicos de la religión de los antiguos pueblos mesoamericanos, para los que la muerte y la vida constituyen un todo indisoluble. Para los pueblos prehispánicos, la muerte no es el fin de la existencia, sino el camino de transición hacia algo mejor.

Maribel González Campos, de la Universidad Panamericana de Ciudad de México, lo explica así: «Las ofrendas del Día de los Muertos representan la esperanza de convivir, al menos por un día, con aquellos que se adelantaron en el viaje eterno. Es el regreso de los seres queridos al mundo que abandonaron, y se requiere la presencia de los cuatro elementos con los que todo está formado, en conjunción: agua, tierra, viento y fuego. Ninguna ofrenda puede estar completa si falta alguno de ellos».

La herencia indígena, y, especialmente, maya, hace que la tradición sea también muy fuerte en la vecina Guatemala, donde este día se vuelan espectaculares cometas gigantes y se come mucho «fiambre», un plato tradicional que se consume solo en estas fechas. El doctor Alejando Saquimux es profesor en la Universidad de San Carlos, en Ciudad de Guatemala. Es, también, maya. Y, a sus 63 años, los recuerdos permanecen muy vivos: «En Totonicapán, cuando era niño, días antes del Día de los Santos mis padres me enviaban en nombre de la familia al cementerio del pueblo para limpiar todo el zacarte [plantas] que crecía alrededor de las tumbas y los panteones. Era un trabajo comunitario, una limpieza que entonces hacíamos solos los mayas de las aldeas. Llevábamos nuestros azadones y machetes y, al toque del tambor, toda la gente cortaba el zacate. Había que hacerlo a toda prisa. Se juntaba toda la basura, se tiraba a los barrancos y la tierra quedaba limpia».

«Un día o dos antes ‑continúa Saquimux‑, mi madre compraba en el mercado flores y hacía coronas, y el 1 de noviembre por la tarde empezábamos a colocarlas en las tumbas, y se esparcía por todo el cementerio ese olor tan especial de las llamadas ‘flores de muerto’, unas flores de color amarillo intenso que solo crecen en esta época. Y el 2 de noviembre, cuando empezaba a llegar la gente, el cementerio amanecía todo engalanado, con el olor de las flores, y de las velas y del incienso…».

«Hay que limpiar, limpiar nuestras vidas y dejar un espacio en ellas para el concepto de la muerte», explica Michael Sacco. «Yo he pasado muchos Días de Muertos en México, y al final lo entiendes. Si no reservas un espacio para los muertos, éstos, su recuerdo, nos harán sufrir. Solo podemos vivir y morir bien si reaprendemos a tener con nosotros a los ancestros, si no nos ensimismamos».

La limpieza de las tumbas, las flores, es una parte consustancial del rito. Como lo es también la reunión familiar en torno al recuerdo de los ausentes, una reunión en la que se reza, pero donde también se come, se bebe, se canta y se comparte. A miles de kilómetros de Centroamérica, en Manila (Filipinas), la escena es similar: «Ese día es fiesta nacional; todas las oficinas y las tiendas están cerradas, y las familias se reúnen enteras en los cementerios, abuelos, padres, hijos… Y eso significa comida, bebida y música», cuenta Kat Estacio, una filipina de 28 años, directora del Centro Cultural Filipino Kapisanan: «Los mayores traían sus guitarras, y yo me juntaba con todos mis primos y nos dedicábamos a recorrer las tumbas recogiendo la cera de las velas en una caja de cartón… Mis recuerdos no son tristes. No es un día triste, a pesar de estar en el cementerio; es una fiesta, es un modo de no olvidar a las personas que echamos de menos, una forma de agradecerles».

El agradecimiento es, precisamente, la esencia de las llamadas «romerías del amor» que se celebran en Honduras y Costa Rica, y que consisten en la presentación de ofrendas a los santos por los favores supuestamente concedidos. No hay aquí miedo al más allá, sino una comunión muy profunda, al margen de lo racional, que tiene parte de fe y parte de rito. «¿Miedo a los muertos? Claro que no. A los que hay que temer es a los vivos», asegura Julia, peruana, de 67 años. «Cuando era niña, en Lima, siempre iba con mis padres al cementerio en el Día de Difuntos, pero después, en los años ochenta, el camino se volvió demasiado peligroso. Te exponías a que te asaltaran… Fueron años malos. Afortunadamente, Lima ha mejorado mucho desde entonces».

En Perú, no obstante, las celebraciones más importantes no tienen lugar en la capital, sino en las zonas rurales, donde aún se mantiene la creencia de que las almas de los muertos regresan esa noche para disfrutar de los altares levantados en su honor. Y donde definitivamente no parecen tener miedo alguno es en Nicaragua, donde es costumbre celebrar el Día de los Muertos en el cementerio… y por la noche. Muchas personas no solo acompañan a sus difuntos a lo largo de todo el día, sino que duermen también al lado de sus tumbas.

Mientras, en Toronto, en el mismo barrio donde está el restaurante salvadoreño de María, niños de todas las culturas (hijos de inmigrantes latinoamericanos incluidos) llevan semanas pensando en cómo van a disfrazarse para una de las noches más mágicas del año si tienes menos de diez años y vives en un país anglosajón. Estamos en vísperas de Halloween, y aquí, el miedo ancestral a la muerte hace mucho que quedó filtrado por el tamiz del folclore popular, la fiesta infantil y la cultura de masas. En esta noche, la realidad se mezcla con la ficción para que se hagan realidad los elementos básicos de cualquier fantasía infantil que se precie: disfrazarse, salir de noche a la calle, visitar casas encantadas (las viviendas están decoradas con todo tipo de atrezo de terror, desde fantasmas animados a zombies saliendo de sus tumbas, pasando por arañas gigantes, vampiros, brujas y, por supuesto, las diabólicas calabazas iluminadas), y recibir golosinas de extraños.

Halloween (contracción de All Hallows’ Eve, Víspera de Todos los Santos) es la Noche de las Brujas, la Noche de los Muertos. La fiesta, que se celebra cada 31 de octubre, es de origen celta, y sus raíces están vinculadas a la conmemoración del Samhain y a la festividad cristiana del Día de Todos los Santos. Sus elementos (la calabaza ‑jack‑o’-lantern‑, los niños disfrazados pidiendo golosinas de casa en casa, las hogueras, las bromas, los maratones de películas de terror en la televisión) son universalmente conocidos. La fiesta llegó a América del Norte de la mano de los inmigrantes irlandeses de principios del siglo XX, y actualmente es especialmente popular en Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido e Irlanda, aunque también se celebra (y cada vez más) en países como Argentina, Chile, Colombia, México, Perú o España, para desgracia de quienes sufren por la pérdida de las tradiciones autóctonas, pero de forma inevitable en un mundo globalizado donde Halloween es, además, la antesala perfecta para la orgía consumista de la Navidad.

En España, la celebración del Día de Difuntos ha sido tradicionalmente una fiesta exclusivamente religiosa, en la que se recuerda a los seres queridos que han fallecido; una ceremonia de carácter más bien solemne, que, a diferencia del sentido ritual y festivo presente en Latinoamérica, incluye pocos detalles lúdicos. Durante estos días, los familiares de los difuntos realizan visitas a los cementerios para limpiar las sepulturas y adornarlas con flores, entre las que destacan los crisantemos. La visita principal se realiza el 1 de noviembre, aunque no se puede decir que sea una costumbre generalizada, ya que actualmente la mayoría de las personas que cumplen con esta tradición son las de mayor edad. Sí es habitual, no obstante, consumir ciertos dulces característicos de esta época, como los huesos de santo o los buñuelos de viento, y también persisten algunas tradiciones populares.

Así, en Cádiz, el 31 de octubre se celebran los Tosantos, una fiesta en la que se disfraza a conejos, cerdos y gallinas de los mercados de la ciudad, y en la que también se elaboran muñecos con frutas, verduras y frutos secos, que reflejan de modo crítico y humorístico la realidad social y política del año. En Baños de la Encina (Jaén) celebran en estos días sus fiestas más importantes, y en Benacazón (Sevilla) se celebra el día de Tozanto, una tradición inmemorial en la que se sale al campo para pasar el día con los amigos. En Galicia se celebra el Magosto (castañas con leche), en Albacete suelen prepararse las llamadas «migas de niño»; en Cataluña, boniatos al horno y panellets, y en Murcia se organizan mercadillos callejeros con productos gastronómicos típicos de estas fechas. Sin olvidar la tradición, presente en todo el país, de representar Don Juan Tenorio en la noche del Día de Todos los Santos.

Como explica el profesor Alfonso M. García Hernández, de la Universidad de La Laguna (Tenerife), «la actividad ritual suele desarrollarse en los momentos transcendentales de mutación de la existencia individual o colectiva y nace de nuestras propias emociones. En nuestra sociedad, el rito ha ido perdiendo su eficacia, pero, en términos generales, su estructura se mantiene. En las sociedades tradicionales, el individuo no es nada fuera del grupo social que lo estructura y se encarga de él. La muerte no es percibida como un mal supremo ni como el escándalo por excelencia, puesto que se reduce a una pérdida fragmentada y provisional. Para paliar su impacto, los ritos de gran complejidad expresan la solidaridad entre los vivos y los difuntos, porque regulan el luto ‑las señales de dolor‑, y aseguran el status del difunto para que, una vez integrado en el mundo de los ancestros, participe de la continuidad del grupo».

O, como diría María, la cocinera salvadoreña, «los muertos juntan a los vivos».

En primavera y verano

En China, el rito de recuerdo a los difuntos no tiene lugar en noviembre, sino en plena primavera, entre los días 4 y 6 de abril. Es el festival de Qingming (resplandor puro), unas fechas en las que las familias limpian y embellecen las tumbas de sus antepasados, y en las que el objetivo no es llorar la pérdida, sino enfatizar que, aunque solo sea en el recuerdo, los seres queridos siguen presentes. Es una fiesta de renacimiento, el inicio de una nueva temporada de siembra, y la época en la que, tradicionalmente, se plantaban sauces, que simbolizan el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Y en Japón, los espíritus de los antepasados son honrados durante el Obon, una festividad de origen budista y más de 500 años de antigüedad, que se celebra entre julio y agosto, que incluye festivales de danza, y que ha acabado convirtiéndose, más allá de su significado religioso, en una importante ocasión de interacción social con la comunidad.


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